Que la dictadura sometió al carnaval a una censura implacable, eso todo el mundo lo sabe, como diría mi amigo Diego Bello. En efecto, todo el mundo sabe de la implacable prohibición que se impuso al más mínimo comentario relacionado con la situación imperante; a toda expresión que, aunque no supusiera una crítica al régimen, pudiera llegar a ser interpretada como tal; a cualquier referencia que se considerara como agravio o vilipendio a la ‘fuerza moral’ del ejército. Lo que no sé si todo el mundo sabe es que la dictadura también se caracterizó por vigilar y castigar en carnaval toda insinuación de doble sentido, de acuerdo a un concepto de la ‘moral’ y las ‘buenas costumbres’ que suena demasiado grotesco en el trágico contexto de aquellos años.
Con un empeño digno de mejor causa, la Comisión Auxiliar de Control (léase comisión de censura) erradicó de los libretos carnavaleros de entonces todo lo que tuviera que ver con chorizos, bergamotas, envergaduras, sables, huevos, pelotas, pajas o pajitas, porotos, leches, polvos, trastes, pajaritos que con los años dejan de cantar, cotorras, cotorritas, pedazos, trompas, butifarras, tripas gordas, rayas, bananas, tajos, bultos, cachetes, colas, cables, miembros, pelelas, chupetes, bultos… La lista es interminable y a ella hay que agregar una infinidad de verbos tales como acabar, sacudir, coger (o peor aún, recoger), meter, frotar, sacar, poner, montar, cuidar (por ejemplo, la retaguardia), chupar, agarrar, tocar, enterrar y tantísimos otros, entre los que figura el verbo hacer, sobre todo en relación con cosas que se hacen con la mano. A modo de ejemplo, valga la cuarteta eliminada del repertorio de La Embajada del Buen Humor en la que se declaraba: ‘quiero que me haga la del mono, porque la hace brutal’.
Asimismo, al margen del control exhaustivo de libretos, el celo con que los censores encararon su tarea los llevó a sospechar de las intenciones ocultas en propuestas que parecían inocentes pero que quizás no lo fueran tanto. En este sentido, los integrantes de la Comisión de Censura controlaron ‘morcilleos’, recorrieron ensayos y vigilaron actuaciones en busca de eventuales gestos o actitudes pecaminosas, examinaron vestuarios y accesorios y reprimieron cosas tan inverosímiles como las alusiones a la lengua contenidas en el disfraz de un murguista que, en el marco de una propuesta referida al mundo marino, representaba el papel de un lenguado. Incluso, pese a tantos recaudos, en aquellos casos que no ofrecieran las suficientes garantías de moralidad, se recurrió a medidas específicas como la aplicada a La Bohemia en 1976: ante la desconfianza despertada por el cuplé del Chiqui chiqui chiqui cha, se exigió a los responsables de la murga la firma de un documento donde se dejaba expresa constancia de que los ademanes a ejecutarse en el citado cuplé no serían obscenos ni procaces.
Hay dictámenes de la censura tan desconcertantes (o tan acertados, según se mire) como el que aprobó que los ‘soldados’ vetados en las letras originales de La Estreyada, se convirtieran en ‘payasos’ en la nueva versión corregida por la murga. Otros veredictos son más previsibles y aquí va un ejemplo: aunque todo el mundo también sabe que en materia de corbatas ‘algunos las tienen grandes y otros chiquitas’ y que ‘los jóvenes las estiran y los viejos las llevan arrugaditas’, cuando Asaltantes con Patente tocó el tema en su repertorio del 78, los censores cortaron por lo sano y no hubo cuplé. Sin embargo, también hay casos en que la Comisión enfrentó dilemas que derivaron en consultas al más alto nivel. Así ocurrió ante la frase ‘te pitan de todos lados para imponerte respeto’ incluida en el repertorio de Los Saltimbanquis del 76. Sin perjuicio de su eliminación, el acta correspondiente informa que, luego de un largo intercambio de ideas, se resolvió ‘elevar lo relativo al pito a la consideración del Ministerio del Interior’.
Sería divertido si el contexto no fuera tan siniestro.
