Durante la primera mitad del siglo XX, nuestro carnaval tuvo una dimensión barrial muy intensa que alcanzó su máxima expresión en los tablados vecinales levantados año a año en cientos de esquinas montevideanas. Esa misma forma colectiva de vivir la fiesta también se expresa en la construcción de carros alegóricos destinados a participar en los desfiles y a concursar, en nombre de todo el vecindario, en los certámenes organizados por la Comisión Municipal de Fiestas.
Para quienes tenemos unos cuantos años, la memoria de la fiesta también está ligada al lento y vacilante trajinar de aquellos armatostes de cartón pintado. Torpes y grotescos como quiere Momo, sus muñecos reviven en una infinidad de viejas fotografías como la que encabeza estas líneas, o asoman en pequeños episodios que hablan de la proyección del carnaval como ámbito de pertenencia afectiva.
En este caso, el que habla es un señor de apellido Chiodi, entrevistado hace años por Mauricio Ubal. Su evocación –que podría ubicarse en cualquier barrio montevideano de la década de 50, dice así: ‘Una vuelta hicimos una carroza con un gran caballo fumando un toscano. Como habíamos ido armando el carro por partes, nadie de la cuadra sabía de qué se trataba. Terminamos de armarlo la última noche y, por la mañana, el barrio se levantó y quedó deslumbrado… La verdad es que nos quedó muy bien. Y había una señora, una vecina que estaba muy muy grave, a punto de irse para el otro lado. Nos pidió si no pasábamos el carro por delante de su casa, que lo quería ver desde su cuarto. Entonces, le prendimos las luces, las muchachas se disfrazaron y se pintaron. Y con música y todo, le hicimos el desfile para ella… Su último desfile.’


© La imagen procede de la colección personal de Fernando Alberto Ferreyro