Hasta ahora eran cuatro las veces en que Montevideo se había quedado sin carnaval. Con la suspensión prevista para el próximo año pasarán a ser cinco. Como carnavalera, me cuesta imaginar la tristeza de un febrero sin tablados ni Teatro de Verano. Pero al margen de eso y como historiadora de la fiesta, les propongo repasar algunos pormenores relacionados con las anteriores ausencias de Momo, en el marco de su singular arraigo entre nosotros.
En esa perspectiva, lo primero que resulta llamativo es que esas ausencias sean sólo cuatro a lo largo de una historia de más de dos siglos en la que se suceden contextos que, en principio, parecen poco propicios para las expansiones carnavalescas. Pienso, por ejemplo, en el año 1813 y en los montevideanos y montevideanas que jugaron a más y mejor en el recinto amurallado de la ciudad españolista sitiada por las fuerzas patriotas. O en los tiempos de la Guerra Grande en que, durante la década de 1840, hubo carnaval tanto en el Montevideo de la Defensa regido por los colorados como en el campo sitiador, encabezado por el blanco Manuel Oribe. Pienso también en el rotundo fracaso del presidente Julio Herrera y Obes que, alentado por su muy católico Ministro de Gobierno Francisco Bauzá, luego del carnaval de 1892 tuvo la peregrina idea de prohibir definitivamente la celebración, sin que al año siguiente nadie se diera por enterado de su decreto. Y obviamente, pienso en la última dictadura en la cual, sin perjuicio de las durísimas condiciones de represión y censura que le impuso a la fiesta, el régimen militar nunca se arriesgó a pagar el precio político que suponía prohibirla.
Sin embargo, como señalamos antes, hubo cuatro oportunidades en que factores de diversa índole derivaron en la suspensión del carnaval o en serias interferencias que alteraron su normal desarrollo.
El primero de esos momentos remite al año 1868 y a una coyuntura particularmente dramática en la vida del país. Aunque en el mes de febrero Montevideo estaba padeciendo una epidemia de cólera, el principal foco de atención no estaba puesto en la situación sanitaria sino en el clima de violencia desatado por los enfrentamientos políticos y militares entre blancos y colorados y entre caudillos y doctores. En ese contexto, el 19 de febrero son asesinados dos ex presidentes de la República, Venancio Flores y Bernardo Berro, en una jornada trágica que sumió al país en un baño de sangre y que ha pasado a la historia como “el día de los cuchillos largos”, según la expresión acuñada por Carlos Real de Azúa. De acuerdo con el almanaque, el carnaval debía dar comienzo el día 22 pero para entonces los orientales estaban demasiado ocupados en matarse unos a otros y nadie se acordó de Momo.
Veinte años más tarde, en 1887, el cólera volvió a azotar a Montevideo, provocando 1317 contagios y 535 defunciones entre los 200.000 habitantes con que contaba por entonces la ciudad. Ante la grave situación, las medidas sanitarias impuestas por las autoridades provocaron las protestas de medio mundo: de los comerciantes que se negaban a cerrar sus negocios, de los directores de colegios que no querían renunciar al pago de las cuotas de sus alumnos, de los sacerdotes que pretendían seguir celebrando misa… Llegado febrero, a aquellos reclamos se sumaron los de la inmensa mayoría de la sociedad que protestaba enfurecida ante la anunciada suspensión del carnaval. Pese a ello, el gobierno se mantuvo firme y en aquel año no hubo desfiles ni bailes de máscaras. Sin embargo, el remedio fue peor que la enfermedad: privados del programa oficial de festejos, montevideanos y montevideanas tomaron la ciudad por su cuenta y revivieron los carnavales ‘bárbaros’ de otrora con guerrillas de agua y proyectiles que derivaron en no pocos escándalos a trompadas y garrotazos en plena calle Sarandí. La cosa es que al final se salieron con la suya: las autoridades terminaron autorizando un multitudinario baile de máscaras en el Solís que culminó con un ‘grand galop’ titulado ‘El destierro del microbio’. Lo más curioso es que después de tanta locura, el exorcismo surtió su efecto y pocos días después, los contagios empezaron a ceder y la epidemia se dio por concluida.
Ya en el siglo XX, la primera suspensión del carnaval tuvo lugar en 1904 en razón del estallido de nuestra última guerra civil que tuvo lugar en enero de ese año. Mientras el gobierno dejaba sin efecto todos los eventos que ya por entonces conformaban el nutrido programa oficial con que Montevideo recibía año a año a Momo, en algunos barrios populares se vieron unas pocas máscaras y alguna que otra serpentina. Sin embargo, las crónicas de época hablan de un clima general de pesadumbre y hubo que esperar un año para volver a vivir un carnaval en forma.
Por último, cincuenta años más tarde, otra epidemia le jugó una mala pasada a la fiesta en el Montevideo de 1955, aunque en este caso se trató más bien de una suspensión a medias. La motivó nada menos que la poliomielitis, enfermedad que ataca preferentemente a niños y niñas provocándoles la temible ‘parálisis infantil’, un mal que aterrorizó a la sociedad de entonces y que finalmente sería erradicado gracias a la vacuna desarrollada por el doctor Jonas Salk. Aunque en febrero de aquel año ya se había registrado algún caso en el país, la situación parecía estar controlada y el carnaval comenzó normalmente. En marzo, en cambio, el aumento de casos provocó la clausura inmediata de todo ámbito de concentración infantil, incluidos los tablados que por entonces proliferaban en todos los barrios montevideanos. Más allá de contar con la total aprobación del conjunto de la sociedad, la medida supuso un duro golpe para la economía de los conjuntos carnavaleros que, de un día para el otro, se quedaron sin escenarios y sin contratos. Atendiendo a esa situación, la Comisión Municipal de Fiestas autorizó la realización de un par de espectáculos en el Estado Centenario y, según lo consignan los diarios de la época, DAECPU destinó parte de su recaudación a la compra de un ‘pulmón de acero’, implemento clave para el combate de la epidemia.
Hasta acá el itinerario propuesto. Pero ahora, dejando a la historia de lado y volviendo a mi condición de carnavalera, no me conformo con que la cuenta no se termine en el 55 y que nos haya tocado justo a nosotros vivir la quinta vez sin Momo.

© Cecilia Vidal / Museo del Carnaval