En las primeras décadas del siglo XIX, nuestro carnaval asumió la forma de una diversión masiva y niveladora en la que todo el mundo dejaba de lado obligaciones y jerarquías para entregarse por entero a un juego del que participaban pobres y ricos, blancos y negros, grandes y chicos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. También los sacerdotes que, sin perjuicio del inminente advenimiento de la Cuaresma, durante la profana celebración no tenían empacho en arremangarse la sotana para sumarse, latón en mano, a los innumerables combates acuáticos que pululaban en las calles de la ciudad.
Ni siquiera las máximas autoridades del Estado estuvieron ajenas al fervor carnavalesco de entonces, incluso en situaciones particularmente trágicas, tal como se desprende del episodio protagonizado por Fructuoso Rivera en 1839.
A comienzos de aquel año, el país se encaminaba inexorablemente hacia la Guerra Grande. Verificado ya el derrocamiento del Presidente constitucional Manuel Oribe, Rivera vuelve a ocupar la primera magistratura y, presionado por el gobierno francés, se apresta a declarar la guerra a Juan Manuel de Rosas. Pero en febrero llega el carnaval y el Presidente abandona Montevideo para disfrutar de las animadas tertulias de disfraz de su querido Durazno natal.
En medio del febril ajetreo de los días previos al inicio del conflicto, hasta allí debieron trasladarse Andrés Lamas y el emisario francés Aimé Roger quienes sorprendieron a don Frutos en un baile de máscaras provisto de una careta y disfrazado de moro. Ante la perplejidad de ambos, fue en aquel entorno tan incongruente y luciendo semejante atavío que el primer mandatario se dio un respiro para suscribir el documento que daría inicio a doce años de guerra.
