El domingo siguiente al carnaval de 1875, los montevideanos despidieron a Momo comiéndose un ‘rico lechoncito’ en la Plaza Artola (actual Plaza de los Treinta y Tres), donde los integrantes de la comparsa Los Dandys pronunciaron una ‘oración fúnebre en honor al finado’ al pie de un grotesco catafalco en el que podía leerse la siguiente inscripción:
‘EL CARNAVAL
(Q.E.P.D)
Falleció el 9 de febrero de 1875
Nonato nació a la historia
y este sepulcro guarda su gloria
Morto del male de los 7 giornes a la edad de 1875 años
Bailó, cantó, se rió y espichó.’
La parodización de la pompa funeraria, que fue ingrediente infaltable en los carnavales montevideanos de fines del siglo XIX, refleja la angustia de una sociedad en transición hacia una nueva forma de concebir la muerte. Si en el marco de la cultura ‘bárbara’ hombres y mujeres habían convivido con ella en una suerte de familiaridad carnal, hacia 1870 el disciplinamiento comienza a segregarla de lo cotidiano y a revestirla del respeto y la majestuosidad que son inherentes al poder. Es entonces que, mientras en el mundo del derecho la muerte se rodea de silencio y de solemnidad, el mecanismo de inversión que impera en el mundo del revés disfruta de la irreverencia que supone exhibirla en medio del juego, la risa y la parodia.
En ese contexto y haciendo propia una tradición de origen europeo, Montevideo incorpora a nuestra celebración el ‘entierro del carnaval’ que incluía difunto, catafalco, avisos mortuorios en la prensa, cortejo de dolientes, responso y cantos sagrados, todo ello en medio del jolgorio general. En suma, un verdadero funeral en clave paródica que, al tiempo que cerraba el ciclo festivo, prometía y anunciaba el milagro de su resurrección.
‘El final debe estar preñado de un nuevo comienzo así como la muerte está preñada de un nuevo nacimiento’ sostiene Mijail Bajtin, resumiendo los códigos de una poderosa simbología popular que el carnaval montevideano ilustra en escenas como esta, rescatada del Entierro de 1873 a través de los versos del ‘gaucho Aniceto Gallareta’:
‘Con paso corto y tristones
la delantera llevaban
los mozos Vascos del Cerro
portando, ansí como en andas,
dentro un cajón de dijunto
nada menos que una chancha,
negra, redonda, cerduda
y sin mentir, apreñada.
El animal iba muerto
y con las tetas paradas,
los ojos medio abiertos
y las patas levantadas.
Luego largas sanagorias,
choclos, tomates y papas
a modo de candeleros
todo el cajón adornaban.
Después iban los Troneras
marchando a la junerala
y cargando cuatro de ellos
un difunto de tres varas.
Más atrás iba la Muerte
con tamañasa guadaña
y una chorrera de brujos
con largas polleras blancas.
Después en orden y en fila
iban las demás comparsas,
unas dándole al cencerro,
otras tocando la caja,
las más cantando bajito
y tuitas bien aliñadas.
Ni que decir que, una vez finalizada la ceremonia, la chancha fue devorada en plena Plaza Matriz por un nutrido y alegre cortejo de dolientes que se encargó de completar la elocuencia de la escena: el fin efectivamente preñado de un nuevo comienzo que troca a la muerte en promesa de vida y renovación.
Entrado el siglo XX, la ceremonia del Entierro y su banquete fúnebre desaparecen de nuestros carnavales. Sin embargo, su simbología sobrevive en los féretros que todavía se ven desfilar en algunos carnavales del interior, o en la ‘eterna promesa de volver’ que deja la murga en su despedida.
