En la primera mitad del siglo XX, la categoría de ‘máscaras sueltas’ se parece a un caótico conglomerado de propuestas, una especie de cajón de sastre al que iba a parar todo lo que no cabía en otro lado.
En virtud de ello y dando cuenta de una asombrosa variedad de habilidades e inclinaciones filodramáticas, entre 1910 y 1946 – año en que la categoría desaparece-, cientos de montevideanos y montevideanas engrosaron sus filas y se subieron al tablado para hacer lo suyo: zapateadores, imitadores, monologuistas, payasos, bailarines, payadores, ventrílocuos, forzudos, tenores, charros, ilusionistas, humoristas, recitadores, ‘excéntricos musicales’ –hoy diríamos luthiers- que pulsaban originales instrumentos caseros, dúos o tríos de ‘parodistas’ que por entonces se limitaban a hablar en cocoliche o remedar a los turcos… En un panorama tan diverso, cabía de todo: desde tres perritas amaestradas a las que su dueño presentaba ataviadas con primorosos vestiditos, hasta el famoso dúo de Los Po Parlamo en el que se destacaba el ‘nene’, un gordo que pesaba más de 100 quilos y vivía haciendo rabiar al severo de su padre encarnado por don Chicho. O el quinteto Palán Palán que hizo historia en nuestros carnavales con éxitos tan resonantes como “Parisina” y “El Afilador”.
Según cuenta Julio César Puppo ‘el Hachero’en una de sus crónicas, en los años 30 alcanzó gran popularidad el cuadro de máscaras sueltas que protagonizaban tres hermanitas patrocinadas por su papá.
La escena comenzaba con una payada entre dos de las niñas, respectivamente caracterizadas como Peñarol y Nacional. Paradas en sendas sillas, se despachaban a gusto contra el adversario, recurriendo a un tono cada vez más agresivo que hacía presagiar un final violento. Pero entonces irrumpía en escena la tercera niña empuñando la bandera nacional. “¡Era la Patria!”,dice Puppo, y naturalmente, ante tan insólita aparición, los contrincantes deponían armas y, en medio de la ovación del público, Nacional y Peñarol dejaban de lado su rivalidad y en su condición de uruguayos, se confundían en un fuerte abrazo.
Para completar la infinidad de perfiles de aquellas máscaras sueltas, también hubo entre ellas personajes tan extravagantes como el que recorrió los tablados de 1926 filosofando en estos términos:
“Viejo Schopenhauer, doloroso asceta,
Sinestro filósofo y amargo poeta,
¿por qué me dijiste que el mundo es tan triste,
Que el bien es incierto, que el amor no existe?
Viejo Schopenhauer, ¿por qué no mentiste
Aunque sea cierto?
Yo amé las mujeres, oh, carne fragante,
Senos en flor, dulce misterio sensual,
Yo amaba la gloria divina y radiante
Envuelta en un áureo fulgor de ideal.
Yo amaba la vida pero tú dijiste
Que todo es dolor, que el amor
Es carne sensual y podrida
Y entonces ya no tuve ni gloria ni amor.
Y ahora por la vida voy igual que un muerto.
Tu voz emponzoña todo lo que existe.
Dime, horrible viejo, aunque sea cierto,
¿por qué no mentiste?”
Muy lejos por cierto de semejantes cavilaciones, la propuesta que obtuvo el último primer premio de la categoría en 1946, fue la de un joven muy promisorio llamado Roberto Barry.

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Imagen: Arthur Schopenhauer (1788-1860), filósofo alemán
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