El carnaval en los tiempos del cólera

En estos días de pandemia, algunas de las escenas vividas en Montevideo en el carnaval de 1887 adquieren una especial resonancia. Con sus 200.000 habitantes, la ciudad vivió por entonces los embates de una epidemia de cólera llegada a nuestras costas a bordo de uno de los muchos barcos extranjeros que, día a día, operaban en el puerto.

En sus tres meses de desarrollo, la epidemia afectó a 1317 personas de las cuales fallecieron 535. Cifras magras si las comparamos con el saldo arrojado por la epidemia de fiebre amarilla que 30 años antes había diezmado –literalmente- a la población montevideana. Al mismo tiempo, cifras dramáticas en el contexto de pánico colectivo desatado por la presencia cotidiana de la muerte en aquella comunidad inmersa todavía en la cultura ‘bárbara’.

Las escenas descritas por los periódicos de época son elocuentes: grupos de vecinos que denuncian a un ‘sospechoso’ ante el Consejo de Salubridad mientras sus familiares ocultan al colérico para evitar el aislamiento de la casa; ruidosas romerías que se instalan en las inmediaciones de las fincas clausuradas, promoviendo escándalos noche y día; represalias violentas contra los médicos que informan de nuevos casos; piquetes vecinales que resisten la clausura de aquellas casas donde ha aparecido un colérico; enfermos que, para evitar el confinamiento, deambulan por las calles seguidos de una turba de chiquilines que baten palmas y arman bulla; ruidosos festejos barriales cada vez que se levanta el aislamiento en una zona; cocheros fúnebres que se divierten contando falsas historias de coléricos que fueron enterrados vivos…

Súmese a ello el abierto rechazo de las medidas preventivas por parte de los perjudicados: los directores de los colegios privados que no quieren clausurar sus establecimientos; las autoridades de la iglesia que resisten la suspensión de los oficios religiosos; los comerciantes que se niegan a cerrar sus almacenes… Y cuando llega el carnaval, todos los que quieren divertirse, disfrazarse, bailar, armar comparsas, jugar en las calles o lucrar con la infinidad de negocios que la fiesta promueve.

En tales circunstancias, buena parte de la prensa hizo causa común con los defensores de la fiesta y abogó por su realización, argumentando que es precisamente en momentos de catástrofe que los gobiernos deben estimular las expansiones públicas como antídoto contra la congoja y el miedo colectivos. Sin embargo, invocando el asesoramiento del Honorable Consejo de Higiene, el gobierno prohibió los festejos de aquel año sin imaginar quizás que la medida terminaría provocando males mayores.

En efecto, en ausencia de desfiles, bailes, torneos de comparsas y demás atractivos ‘civilizados’, la nota dominante de aquel carnaval fue la ‘barbarie’ protagonizada por los baldes de agua, los huevos y los tomates. Los cantones organizados en la Ciudad Vieja obligaron a cortar el tránsito ya que los tranvías eran el blanco preferido de los jugadores, en tanto que ‘el tramo de moda de la calle Sarandí’ (entre las plazas Matriz e Independencia) fue copado por cientos de ‘jóvenes conocidos’ que durante los tres días, además de jugar a más y mejor, promovieron ‘innumerables escándalos con trompadas y garrotazos’, dejando un tendal de heridos e ‘infinidad de señoras desmayadas’.
Ante semejante panorama, las autoridades resolvieron permitir los bailes en el fin de semana siguiente, tradicionalmente destinado al ‘entierro del carnaval’, y la prensa anunció alborozada decenas de tertulias de disfraz en todo Montevideo. Entre ellas, la más espléndida y concurrida fue la del Teatro Solís que terminó a las cuatro de la mañana con un ‘grand galop’ titulado ‘El Destierro del Microbio’.

Milagrosamente, aquella suerte de exorcismo resultó premonitoria: pese a tanta locura, pocos días después la epidemia empezó a ceder y Montevideo volvió a su vieja normalidad. El carnaval y el cólera habían quedado atrás.

▶ Imagen: Gabriel García Márquez, autor de la magnífica obra ‘El amor en los tiempos del cólera’, cuatro años antes de publicar esta novela –el 19 de enero de 1981–, escribía en el diario El país, hablando de los microbios, que “llevan milenios viviendo en nuestra vida, navegando nuestra sangre, durmiendo en nuestras heridas, naciendo y muriendo con nosotros, y todavía, ni ellos ni nosotros sabemos quiénes somos”. Hoy, casi cuarenta años más tarde, al igual que Gabo, seguimos “bailando” con ellos en medio de la incertidumbre y preguntándonos cómo será el futuro carnaval en los tiempos del coronavirus.

Colección digital Gabriel García Márquez
Harry Ransom Center. Universidad de Texas

 

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